volverían con el infaltable paquete de poleras. Nunca me llegó esa tan necesaria bermuda floreada para estrenar algún verano en la Mulata, ni siquiera la sunga atigrada para poder pavonearme frente a las chicas por la orilla de la Ramírez. Y menos que menos la campera Astronauta , los mocasines de Guido, o aquel añorado pantalón Edu oxford con piel de durazno, donde la gente hacía más de tres horas de quilométricas colas en la puerta de Eduardo Sport para tener el privilegio, el honor de adquirir uno.
Igualmente soy un eterno agradecido por cada regalo que recibí y jamás quise desairar a mis padres con quejas nimias. Lástima que nunca llegaron a comprender que todo ese grupo de codiciada indumentaria eran herramientas indispensables para cualquier joven que pretendiera obtener patente de camba.
En mi familia la polera fue el eterno abanderado, la llama olímpica, el presente insignia, la nave nodriza de las pilchas que ya sabíamos estarían en primera plana ni bien se abrieran las valijas. Así el vasto ajuar de mi ropero lo componían:
El vaquero Far west, en cuya grifa trasera le pintaba encima con drypen la palabra LEE, pero siempre me quedaban las tres letras muy desprolijas, movidas, y de tamaño completamente diferente a las originales. Tres calzoncillos Gino Paoli y cuatro BVD idénticos a los que promocionaban los jóvenes alcanza pelotas en el Estadio. El par de Incalcuer todoterreno suela de goma, aquellos veintiúnicos championes Funsa regalo de Reyes que debían resistir como mínimo hasta fin de año, y treinta poleras de Banlón en gran gama de colores, varias de las cuales en invierno supieron oficiar de pijama. Dejemos constancia que para mí cualquier vestimenta hecha de Banlón era algo altamente prestigioso, un plus de elegancia, le daba al usuario absoluta jerarquía. No tenía ni comparación con la vulgar fibra de camisas Porex, esas que al ponértelas en pocos minutos ya sentías como que te estabas dando un baño María, o habías recibido un rabioso golpe de aliento de la esposa de Burro, el fiel compañero de Shrek.
El Banlón era el Banlón, el género de la high society, sólo for the Carrasco people and other pocos elegidos. Con ese original argumento quería siempre mi madre lavarme el cerebro, venderme un buzón, convencida que yo carecía de criterio propio y al salir de paseo o a una fiesta me daría igual encajarme desde un hot pant hasta un poncho patrio.
Pero aún así, con mi vestuario tan limitado y condicionado por mis padres, hubo cierto secreto que supe guardar con especial celo y jamás saqué a la luz. Hoy tantos años después estoy arrepentido, porque de haberle notificado al esposo de la China en tiempo y forma, tal vez le habría ayudado a escapar de una catástrofe económica que a la larga igualmente se produjo.
Mis dos hipótesis son:
A) En esa época a pesar de mi corta edad, podía ser que mi cuello fuera deforme, mucho más ancho que el del resto de la población mundial. Nunca quise hacerlo público, evitaba siempre llamar la atención y que la gente se quedara observándome como si estuvieran frente al casero clandestino de NotreDame.
B) Lo más probable que causó la debacle de la empresa fue que el molde de poleras medía tres centímetros menos de los necesarios en la sección del cuello, para que cualquier traquea dejara pasar libremente oxígeno a los pulmones. Y aunque no viene al caso hacer alusiones bíblicas, igual creo que sería más factible que un pecador entrara al reino de los cielos a que alguna cabeza de homo sapiens pasara por ese agujero.
Ni bien lograba el arduo objetivo de entrar en la polera, ya me sentía cual pajuerano paseando solito y despreocupado por Londres, noche negra, sin luna ni estrellas. De pronto entraba al clásico callejón superoscuro, donde nunca falta esa espesa niebla que anuncia crimen inminente, y además logra asustar hasta al más machote de los machotes londinenses. Allí caía en las garras de algún estrangulador profesional que justo estaba cubriendo el turno de la madrugada.
Llegué caminando al hotel, subí a la habitación, tiré la valija adonde cayera y bajé de inmediato. Paré otro taxi. Al abrir la puerta ya me aguardaba la radio a todo volumen. No iba a dejar pasar mucho rato en preguntarle al chofer por la corrupción en el gobierno, y por supuesto, como no podía ser de otra manera si había algún pariente diabético en la familia, pues él tenía el privilegio de llevar como pasajero a uno de los pocos habitantes del planeta conocedor del remedio económico, natural y fundamentalmente, de-fi-ni-ti-vo sin necesidad de fármacos. Y si el hombre se me habría querido escapar con otro tema, le cerraba el paso tirándole con la completa información que poseo de las cantidades que han robado sus propios gobernantes en los últimos años.