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Dentro De Taxis Y De Poleras

By admin  Posted on September 15, 2010 In Moda Ropa de Hombre Tagged Dentro, Poleras, Taxis Leave a comment 
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directrices  del gurú,  ingiere todas las mañanas en ayunas una cucharada  sopera de alpiste y  la ayuda a bajar con agua sin gas. De esa manera  concluyó, se le  habían  regularizado  los valores en sangre y ahora en cada  comida  ya puede entrarle a los dulces con           firmeza,   sin tener  cargo de conciencia:

  Tortas, flanes, chocolates, alfajores,  variedad de mermeladas  y como si estuviera frente a  la pizarra de La Cigale, nombró más de veinte sabores  de helados.  Despacio y relamiéndose  me paseó  por  todo el bolillero  postreríl, justo a mí  que los médicos no me permiten ni mirarlos fijo.   Pero era tarde para reproches,  la baba ya me caía a borbotones, tenía nublada la vista y mis  ojos   entrecerrados.

   Apareció de no sé donde  la imagen de  mi  cuerpo en una piscina  olímpica  llena de  chocolate derretido, chantilly,  y almendras flotando por toneladas. Mientras  nadaba  pecho lentamente, iba  dando suaves brazadas y abriendo la boca cada  treinta segundos,  metiéndome a piacere crema, luego chocolate,  y cada tanto  mezclaba  el brebaje con las almendras.

    De alguna manera y contra mi voluntad volví  a la realidad,  le pregunté si conocía el   famoso postre  Martin Iron de añeja tradición británica, a base de cuartirolo cheese and sweet of membrillo (hice el mejor esfuerzo para pronunciar  la palabra membriiou en inglés cerrado).

        No se inmutó y  ni  contestó,  él continuaba concentrado en su mundo,   yo era un árbol, un poste de luz, lo que le  dijera  resultaba irrelevante.

Contó   que había empezado a darle también alpiste a losss pibesss  en el desayuno (me  los imagino a diario con  la energía  y el entusiasmo para ir  a la escuela).

           ¡Qué increíble! ¡Lo ignorante que fui  todos estos años! ¡Entonces los creadores de la Diaformina son unos chantas  de cuarta!

  Cada  dos o tres frases  volvía a la carga con Riverito, que Riverito esto, que Riverito aquello. A  decir  verdad  había trascurrido menos de quince minutos  y  ya me fastidiaba Riverito. Pero  más  por la devoción  del  relato  que por interés,  traté de hacerme la película de como sería este  chamán  Riverito:

¿Una criatura intergaláctica caída  en La Pampa dentro de  algún meteorito?  ¿o un experimento secreto  de la NASA?  Seguro que sus  células estarían formadas  por un coctel de ADN de los doctores: House, Selby  Scholl y  hasta Cándido Pérez

   Estuve a punto de preguntarle cuando partiría “nuestro”

 amigo Riverito al Instituto Pasteur para integrarse a la cátedra de endocrinología, y  si pudiera conseguirme el teléfono  para ofrecer mis servicios de agente literario. Había vislumbrado el gran negocio de  dirigir el lanzamiento  a nivel  mundial del tratado:

” THE DIABETES AND THE ALPISTE” (by the great little Rivero)

                                                                                                                                     El hombre seguía  tan compenetrado que  las  manos le  empezaron  a temblar y  sudar, en su cuerpo se iba produciendo una metamorfosis ¿No estaría ya poseído por el demonio azucarero? ¿Qué pasaría si  ingresaba  en trance y se ponía a flotar  en el aire  en  posición horizontal, como Linda Blair en el exorcista? Acá nos matábamos sin previo  aviso, luego  aparecíamos  en Crónica,   acompañados de  esa infaltable y estridente marcha musical que meten morbosamente  cada vez que hay  una desgracia.

  No había como pararlo, las  palabras fluían  cual  catarata  del Niágara y su lengua descansando menos que el ingenio popular, arengándome  en creciente y   descontrolada idolatría. La  misma idolatría  que el pueblo se ha habituado a profesarle  a San  Maradona  y a otros tantos  mortales argentinos sólo por saber cantar, bailar o  adquirir fama  contando intimidades  frente a cámaras  y en revistas de nivel  periodístico cero. Queda claro que el monoteísmo no es el fuerte de nuestros vecinos.

  

     En ese momento  recordé  hace  años  el encuentro con un  “yuyero” de feria barrial,  quien como la mayoría en su ramo  se había autoproclamado autoridad en diabetes, aunque un sexto sentido me decía que era  el  típico  timador de la más alta alcurnia. Lo  confirmé  en poco tiempo al probar  sus pócimas  mágicas de  repulsivo olor y  peor sabor. Tras  dos semanas  incluyendo  varios litros con el  almuerzo y  la cena,  sólo logré que me saliera bruto sarpullido en la cintura tipo culebrilla,  fuerte diarrea ya se sabe dónde,  y azúcar hasta por las rodillas.     Posteriormente  la culebrilla  me la intentó curar una bruja,  quien  luego de desnucar una gallina  la agarró del cogote  y anduvo revoleándomela  por sobre  la cabeza,  al tiempo que ni sé cuantas veces me eructó en la cara con  un aliento a  cebolla  y  resaca de vino   patero  o tetrapack. Al final, ya sin ideas  como seguir,  balbuceó en portuñol fronterizo que el trabalho que alguien me había hecho por envidia   fue de los más complicados que hubiera  enfrentado, pero ella  con esmero  había logrado destrabalharlo. No sólo  me sacó  el mal de ojo sino  también  cien dólares. Por cien más ofreció leerme la borra del café y tirarme los buzios. Me escapé corriendo.

  

         Mientras  él taxista seguía con   su monólogo, volví a  usar  ese sofisticado mecanismo de evasión que aprendí  hace tanto, haciendo que  en mi  cabeza su voz  fuera bajando  intensidad  de a poco,  al tiempo  que iba subiendo  el de varios pensamientos llegados  uno atrás  del otro en fila india:

   Entonces,  ¿qué  sucede con  esos laboratorios suizos, alemanes  y americanos   que gastan incalculables fortunas al estudiar  gran variedad de enfermedades, que  además contratan a los mejores investigadores  del mundo  buscando soluciones para millones de insulinodependientes en los cinco continentes?

       ¿Y si  llamo  a ROCHE  para  explicarles  que hasta hoy  han perdido el tiempo con  costosos, largos e innecesarios  ensayos? Les aconsejaría  consultar a otros  colegas científicos por si   tuviesen   en casa  algún  canario o zorzal campestre, una cotorrita atorranta, que sé yo, serviría  incluso un jilguero que anduviera afónico o hasta mudo.  Que les hicieran  a las mascotas  la curva de glicemia para  confirmar  las extraordinarias propiedades del alpiste. Sencillo, sin misterios. La llave para el premio Nobel.

     

              Por fin  el chofer se aplacó y guardó silencio  durante escasos segundos,  tiempo suficiente para pasarle un aviso  y pedir que se detuviera en la siguiente esquina. Faltaban   dos  cuadras  para llegar  al hotel pero  no lo  aguantaba más.

 

Cuando  descendí  y el taxi partió, mis ojos quedaron fijados a la publicidad sobre la marquesina  de un comercio. Quise distraer la mirada  hacia otro lado pero no podía, me encontraba fascinado, hipnotizado,  y al instante retrocediendo en el tiempo abruptamente, como si pisara el acelerador a fondo dentro de la  coupe  Delorean  en “Back to the Future”.

  El cartel rezaba la palabra VANLON  y  mostraba a su lado  una pequeña letra®, clara advertencia que   la marca estaba registrada y  pobre a quien se le ocurriera  vender algo con dicha etiqueta.  Debo  decir que desde  que tengo uso de razón y hasta ese momento  había   estado  convencido que el nombre del  producto  era Banlón con be larga,  por lo tanto este anuncio  me  confundía por completo, me  había  jaqueado culturalmente.

    Para quien no la conozca, Banlón  era una fibra  fácilmente estirable  usada en gran variedad de prendas. Apareció enseguida  a mi  memoria el Crofil seis,  también otra  fibra  pero hecha por Sintéticos Slowak, y  la  tan afamada tela Bonding que nunca entendí cómo,  cuando y por  qué  alguien decretó que debía ser  usado como  sinónimo de ómnibus y el resto de los rioplatenses lo acatamos mansamente.
 Pero volviendo al Banlón o Vanlón,  como sea,  se había iniciado un  torrente de recuerdos vinculados al nombre, a esa época de grandiosa  nostalgia.

   Allí estaba  la imagen de  aquella señora   llamada China,  amiga de mi madre y con quien  compartió la infancia, pero ella  había emigrado  a Buenos Aires  en su adolescencia.  Supongo  que en las primeras décadas del siglo XX   estaría de moda ponerles este nombre a las hijas, el mejor ejemplo lo dieron don Zorrilla y su esposa. (A veces me pregunto  si no caminarán por las calles de Pekín algunas mujeres cuyo nombres de pila sean “Uluguasha” o “Algentina”.)

    En fin, lo importante que la China y mi madre  continuaban   la amistad, y a la vez  su esposo  dirigía una fábrica de ropa  para ambos sexos, donde  todo lo que producía era a base de Banlón. En cada viaje de mis padres a   la vecina orilla se encontraban con esta pareja  y jamás olvidaban   comprarles algo para traer de regalo, aunque  también intuyo que  para  “darles una mano”.

 Invariablemente regresaban con  decenas de  poleras para  mí,  para  mis hermanos, primos y tíos, y sin importar si mis padres iban dos, tres o diez veces al año, en casa  ya sabíamos que

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