directrices del gurú, ingiere todas las mañanas en ayunas una cucharada sopera de alpiste y la ayuda a bajar con agua sin gas. De esa manera concluyó, se le habían regularizado los valores en sangre y ahora en cada comida ya puede entrarle a los dulces con firmeza, sin tener cargo de conciencia:
Tortas, flanes, chocolates, alfajores, variedad de mermeladas y como si estuviera frente a la pizarra de La Cigale, nombró más de veinte sabores de helados. Despacio y relamiéndose me paseó por todo el bolillero postreríl, justo a mí que los médicos no me permiten ni mirarlos fijo. Pero era tarde para reproches, la baba ya me caía a borbotones, tenía nublada la vista y mis ojos entrecerrados.
Apareció de no sé donde la imagen de mi cuerpo en una piscina olímpica llena de chocolate derretido, chantilly, y almendras flotando por toneladas. Mientras nadaba pecho lentamente, iba dando suaves brazadas y abriendo la boca cada treinta segundos, metiéndome a piacere crema, luego chocolate, y cada tanto mezclaba el brebaje con las almendras.
De alguna manera y contra mi voluntad volví a la realidad, le pregunté si conocía el famoso postre Martin Iron de añeja tradición británica, a base de cuartirolo cheese and sweet of membrillo (hice el mejor esfuerzo para pronunciar la palabra membriiou en inglés cerrado).
No se inmutó y ni contestó, él continuaba concentrado en su mundo, yo era un árbol, un poste de luz, lo que le dijera resultaba irrelevante.
Contó que había empezado a darle también alpiste a losss pibesss en el desayuno (me los imagino a diario con la energía y el entusiasmo para ir a la escuela).
¡Qué increíble! ¡Lo ignorante que fui todos estos años! ¡Entonces los creadores de la Diaformina son unos chantas de cuarta!
Cada dos o tres frases volvía a la carga con Riverito, que Riverito esto, que Riverito aquello. A decir verdad había trascurrido menos de quince minutos y ya me fastidiaba Riverito. Pero más por la devoción del relato que por interés, traté de hacerme la película de como sería este chamán Riverito:
¿Una criatura intergaláctica caída en La Pampa dentro de algún meteorito? ¿o un experimento secreto de la NASA? Seguro que sus células estarían formadas por un coctel de ADN de los doctores: House, Selby Scholl y hasta Cándido Pérez
Estuve a punto de preguntarle cuando partiría “nuestro”
amigo Riverito al Instituto Pasteur para integrarse a la cátedra de endocrinología, y si pudiera conseguirme el teléfono para ofrecer mis servicios de agente literario. Había vislumbrado el gran negocio de dirigir el lanzamiento a nivel mundial del tratado:
” THE DIABETES AND THE ALPISTE” (by the great little Rivero)
El hombre seguía tan compenetrado que las manos le empezaron a temblar y sudar, en su cuerpo se iba produciendo una metamorfosis ¿No estaría ya poseído por el demonio azucarero? ¿Qué pasaría si ingresaba en trance y se ponía a flotar en el aire en posición horizontal, como Linda Blair en el exorcista? Acá nos matábamos sin previo aviso, luego aparecíamos en Crónica, acompañados de esa infaltable y estridente marcha musical que meten morbosamente cada vez que hay una desgracia.
No había como pararlo, las palabras fluían cual catarata del Niágara y su lengua descansando menos que el ingenio popular, arengándome en creciente y descontrolada idolatría. La misma idolatría que el pueblo se ha habituado a profesarle a San Maradona y a otros tantos mortales argentinos sólo por saber cantar, bailar o adquirir fama contando intimidades frente a cámaras y en revistas de nivel periodístico cero. Queda claro que el monoteísmo no es el fuerte de nuestros vecinos.
En ese momento recordé hace años el encuentro con un “yuyero” de feria barrial, quien como la mayoría en su ramo se había autoproclamado autoridad en diabetes, aunque un sexto sentido me decía que era el típico timador de la más alta alcurnia. Lo confirmé en poco tiempo al probar sus pócimas mágicas de repulsivo olor y peor sabor. Tras dos semanas incluyendo varios litros con el almuerzo y la cena, sólo logré que me saliera bruto sarpullido en la cintura tipo culebrilla, fuerte diarrea ya se sabe dónde, y azúcar hasta por las rodillas. Posteriormente la culebrilla me la intentó curar una bruja, quien luego de desnucar una gallina la agarró del cogote y anduvo revoleándomela por sobre la cabeza, al tiempo que ni sé cuantas veces me eructó en la cara con un aliento a cebolla y resaca de vino patero o tetrapack. Al final, ya sin ideas como seguir, balbuceó en portuñol fronterizo que el trabalho que alguien me había hecho por envidia fue de los más complicados que hubiera enfrentado, pero ella con esmero había logrado destrabalharlo. No sólo me sacó el mal de ojo sino también cien dólares. Por cien más ofreció leerme la borra del café y tirarme los buzios. Me escapé corriendo.
Mientras él taxista seguía con su monólogo, volví a usar ese sofisticado mecanismo de evasión que aprendí hace tanto, haciendo que en mi cabeza su voz fuera bajando intensidad de a poco, al tiempo que iba subiendo el de varios pensamientos llegados uno atrás del otro en fila india:
Entonces, ¿qué sucede con esos laboratorios suizos, alemanes y americanos que gastan incalculables fortunas al estudiar gran variedad de enfermedades, que además contratan a los mejores investigadores del mundo buscando soluciones para millones de insulinodependientes en los cinco continentes?
¿Y si llamo a ROCHE para explicarles que hasta hoy han perdido el tiempo con costosos, largos e innecesarios ensayos? Les aconsejaría consultar a otros colegas científicos por si tuviesen en casa algún canario o zorzal campestre, una cotorrita atorranta, que sé yo, serviría incluso un jilguero que anduviera afónico o hasta mudo. Que les hicieran a las mascotas la curva de glicemia para confirmar las extraordinarias propiedades del alpiste. Sencillo, sin misterios. La llave para el premio Nobel.
Por fin el chofer se aplacó y guardó silencio durante escasos segundos, tiempo suficiente para pasarle un aviso y pedir que se detuviera en la siguiente esquina. Faltaban dos cuadras para llegar al hotel pero no lo aguantaba más.
Cuando descendí y el taxi partió, mis ojos quedaron fijados a la publicidad sobre la marquesina de un comercio. Quise distraer la mirada hacia otro lado pero no podía, me encontraba fascinado, hipnotizado, y al instante retrocediendo en el tiempo abruptamente, como si pisara el acelerador a fondo dentro de la coupe Delorean en “Back to the Future”.
El cartel rezaba la palabra VANLON y mostraba a su lado una pequeña letra®, clara advertencia que la marca estaba registrada y pobre a quien se le ocurriera vender algo con dicha etiqueta. Debo decir que desde que tengo uso de razón y hasta ese momento había estado convencido que el nombre del producto era Banlón con be larga, por lo tanto este anuncio me confundía por completo, me había jaqueado culturalmente.
Para quien no la conozca, Banlón era una fibra fácilmente estirable usada en gran variedad de prendas. Apareció enseguida a mi memoria el Crofil seis, también otra fibra pero hecha por Sintéticos Slowak, y la tan afamada tela Bonding que nunca entendí cómo, cuando y por qué alguien decretó que debía ser usado como sinónimo de ómnibus y el resto de los rioplatenses lo acatamos mansamente.
Pero volviendo al Banlón o Vanlón, como sea, se había iniciado un torrente de recuerdos vinculados al nombre, a esa época de grandiosa nostalgia.
Allí estaba la imagen de aquella señora llamada China, amiga de mi madre y con quien compartió la infancia, pero ella había emigrado a Buenos Aires en su adolescencia. Supongo que en las primeras décadas del siglo XX estaría de moda ponerles este nombre a las hijas, el mejor ejemplo lo dieron don Zorrilla y su esposa. (A veces me pregunto si no caminarán por las calles de Pekín algunas mujeres cuyo nombres de pila sean “Uluguasha” o “Algentina”.)
En fin, lo importante que la China y mi madre continuaban la amistad, y a la vez su esposo dirigía una fábrica de ropa para ambos sexos, donde todo lo que producía era a base de Banlón. En cada viaje de mis padres a la vecina orilla se encontraban con esta pareja y jamás olvidaban comprarles algo para traer de regalo, aunque también intuyo que para “darles una mano”.
Invariablemente regresaban con decenas de poleras para mí, para mis hermanos, primos y tíos, y sin importar si mis padres iban dos, tres o diez veces al año, en casa ya sabíamos que