más democrático. En honor de Martín Ferrand debo decir que fue mi primer director de periódico y una de las personas de las que más he aprendido sobre esta dichosa y absorbente profesión.
En su breve estancia barcelonesa, supo incardinarse en una sociedad que lo había recibido de uñas a causa de su procedencia foránea. Era tan hábil el hombre que supo hacer en seguida de la necesidad virtud. Aún recuerdo como si fuese hoy la estupefacción con que, recién llegado nuestro periodista a Cataluña, le escuché decir en un programa radiofónico de ámbito nacional de aquella época:
–Nosotros, los catalanes, tenemos una expresión…
Y se quedó tan fresco.
No viene al caso el dicho que utilizó, ni tampoco conservo los detalles del momento. Sólo sé que a raíz de la impresión que me causó decidí aplicarme con el mismo esmero y la misma desenvoltura que él a integrarme de hoz y coz en aquellos lugares adonde la ruleta de la profesión me llevase en un futuro. Vistas las cosas ahora, retrospectivamente, creo que no he quedado malparado en mi empeño, tanto en Barcelona, como en Salamanca y en Valencia: tres ciudades y tres regiones a las que he amado y amo como lo haría el lugareño más forofo de cualquiera de ellas.
Toda esta historia de la represión padecida por Diario de Barcelona y su director que he acabado de narrar no era la excepción, sino la regla, en uno de los periodos más siniestros de nuestra reciente historia colectiva.
Yo había padecido ese tipo de experiencias previamente en Radio Nacional de España, mi primer destino profesional, al que llegué no siendo ya un jovencito. Detrás quedaba mi trabajo como economista en la empresa multinacional Nestlé y mi dedicación a la docencia mientras estudiaba tardíamente la carrera de periodismo. Pero ésas, como le gustaba decir al bueno del escritor anglo-indio Rudyard Kipling, son otras historias.
En Radio Nacional entré accidentalmente por culpa de Ángel Montoto, compañero en la Escuela de Periodismo en Barcelona, quien me propuso elaborar conjuntamente una serie de guiones radiofónicos ya que, según me dijo, tenía un enchufe indirecto con el jefe de programas de la emisora, Juan Manuel Soriano.
Soriano, la voz, como le conocían todos dentro del mundillo profesional, fue toda una institución entre los extraordinarios profesionales del doblaje del cine que siempre ha habido en España. Las voces que recordamos de actores famosos de los años cincuenta y sesenta, como Robert Taylor, Kirk Douglas y tantos otros, eran la de Juan Manuel Soriano, quien tenía un empaque especial y una impostación sonora rotunda. No era el único locutor de gran estilo en una radio en la que se refugiaba uno de los mejores cuadros de actores de la época, con gente como Miguel Ángel Valdivieso, quien prestó su voz a los personajes de Jerry Lewis, primero, o Woody Allen, más tarde.
Con la irresponsabilidad propia de la edad, Montoto y yo fuimos a nuestra entrevista con el jefe de programas de RNE en Barcelona sin llevar escrito ni un mal folio, con lo que el encuentro estaba abocado al fracaso. Mi compañero, que era el presunto enchufado de nuestro anfitrión, fue haciendo el gasto de la conversación, como resulta lógico. Soriano no me había prestado ni un segundo de atención hasta que me oyó hablar. Se volvió entonces hacia mí e inquirió:
–¿No ha pensado usted en dedicarse a la radio?
–Precisamente venimos a eso. Pensamos en una serie de guiones…
–No me refiero a escribir para la radio, sino a hablar por el micrófono.
–Yo… Pues no, nunca se me había ocurrido.
–Con la voz que usted tiene, debería hacerlo.
La verdad es que, meses más tarde, Soriano me daría magníficos consejos sobre locución que no supe o no pude seguir. Entre mi dicción atropellada y una voz que debieron cascar prematuramente el tabaco y otros excesos juveniles, el hablar en público no ha estado precisamente entre mis principales cualidades.
Siguiendo con el relato de la entrevista, nuestro interlocutor añadió:
–¿Por qué no se presentan ustedes dos a unas oposiciones para redactor de la radio que hay dentro de unos días?
Me presenté con la doble convicción de que las oposiciones estaban amañadas para dar uno de los tres puestos convocados a Anna Balletbó, gran profesional que ya llevaba tiempo trabajando sin contrato en la emisora, y de que, por otra parte, dado el control ideológico del medio, un tipo como yo no tenía ninguna oportunidad de conseguir empleo allí.
Así que aquellos fueron los exámenes a los que acudí más relajado de todos los que he sufrido a lo largo de mi vida. El local de las pruebas era la misma aula familiar en la que había pasado mis recientes años como alumno de periodismo. En el tribunal, entre otros, estaban el propio Juan Manuel Soriano, mi antiguo director de la Escuela, Julio Manegat, Xavier Foz, un tipo de aspecto siniestro llamado Luis Cortés e Iván Tubau, quien años después seduciría a mi esposa de entonces, Anna Freixas, tal como él no se cansa en repetir y de recordar con denuedo y por escrito, siempre que puede, cambiando, eso sí, en los sucesivos libros el nombre de la dama, por aquello tan caballeroso de injuriarme solamente a mí y no a ella. Quizás vuelva más tarde sobre este sórdido asunto que ha aparecido aquí de refilón, aunque personalmente creo que no merece la pena.
Sorprendentemente, saqué la plaza como redactor de radio. Creo que el argumento definitivo para obtenerla fue el tema que el tribunal eligió para editorializar oralmente sobre él, en una de las pruebas en principio más complicadas de aquellos exámenes: “La teoría de Leónidas Breznev sobre la soberanía limitada”, rezaba su título. Al enterarse del tema, la estupefacción de mis compañeros de oposición debió ser tal que aún no se han repuesto del pasmo. Lo bueno del caso es que yo sí sabía sobre el asunto, no me pregunten por qué. En general, me interesaba por entonces la política internacional, a falta de curiosidades intelectuales menos comprometidas, así que pergeñé un discurso completo sobre la cuestión, remontándome a la época de los zares y haciendo digresiones radicalmente críticas contra los rusos, por supuesto, que iban desde la Tercera Internacional hasta la ocupación soviética de Checoslovaquia, pasando por cuantos asuntos conexos con el tema me vinieron a la memoria y sobre los que los miembros del tribunal ignoraban absolutamente todo.
A medida que iba viendo los asombrados rostros de mi atónito auditorio, empecé a barruntar que a lo mejor hasta acabaría por obtener la plaza.
La obtuve.
De los tres puestos en liza sólo se cubrió el mío, según el tribunal debido a la gran diferencia de puntuación respecto al siguiente opositor. La injusticia cometida con Anna Balletbó fue reparada al aprobar ésta, una semana después, la oposición a redactora de Televisión Española, de donde hoy día es miembro del consejo de administración por decisión del PSOE.
Mi jefe directo en Radio Nacional fue un tal Alfonso Banda, que había entrado con las tropas de Franco en Barcelona, en 1938, ocupando manu militari Radio Asociació antes de haberse quitado ni siquiera el correaje militar que llevaba puesto durante la campaña bélica. Treinta y cinco años después de aquello, creo que el hombre seguía con el mismo correaje, si no materialmente, sí desde el punto de vista ideológico.
Por aquella redacción de Paseo de Gracia deambulaban en general unos tipos prematuramente envejecidos por el alcohol y la rutina, desengañados de su oficio y de sí mismos, que esperaban paciente y estólidamente que el reloj diese la hora que ponía fin a su turno diario.
En un escenario tan poco estimulante, yo también procuré pasar inadvertido. A veces no lo conseguía:
–Me han dicho que en su programa ha citado usted a Joan Manuel Serrat –me recriminaba, por ejemplo, Alfonso Banda.
–¿Yo…? ¡Qué va! –protestaba con vehemencia –¿Cómo se me iba a ocurrir mencionar a semejante individuo?
Y es que en la radio oficial de aquellos años no solamente existía la censura, sino que había una serie de tópicos, de personas y de instituciones que eran tabú, aunque no figurasen en ninguna relación escrita que pudiese ser exhibida en ningún momento. En aquella singular relación de gentes proscritas –cantantes, escritores, instituciones cívicas,…– figuraban también la Asociación de Amigos de la Unesco y hasta la ¡Asociación de Amigos de la India!, que presidía el jesuita Raimundo Paniker.
El último filtro de aquel sistema concentracionario de la información, que impedía que esta se difundiese por las ondas, era el bucle. El tal consistía en ir grabando todo lo que se iba diciendo ante los micrófonos para retransmitir esa grabación ocho segundos después de que se fuese produciendo. El artilugio permitía al realizador radiofónico cortar bruscamente la emisión en caso de que alguien dijese algo políticamente inconveniente. Aun así, lo mejor para ahorrarse problemas era reducir al mínimo las emisiones en directo, por lo que casi todo se daba previamente enlatado.
También la televisión tenía unos trucos domésticos y primitivos para embellecer la realidad y adaptarla a la conveniencia del régimen. Se trataba de los cajones. Sí, de simples y modestos cajones que los equipos televisivos portaban cuando se producía una de aquellas espontáneas manifestaciones de adhesión que el sistema político organizaba de vez en cuando para su autobombo. Cuantos menos participantes había, más cajones se ponían bajo las cámaras para filmar así en picado y evitar que se viesen los clamorosos espacios vacíos tras los manifestantes. Así, una