el tiempo y con la democracia llegaría a ser presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid. ¡Nadie lo habría imaginado en aquellos tiempos tan oscuros, tiempo de silencio, como titularía en 1962 su famosa novela el psiquiatra donostiarra Luis Martín Santos!
Leguina había logrado convertir su sola presencia física en un hecho de por sí subversivo. Me contaban compañeros suyos de Facultad que, en ocasiones, cuando algún veterano miembro de la Brigada Político-Social, como se denominaba la policía política del régimen, se topaba con él en la calle, llegaba a prevenirle, dada la continua relación que ya había llegado a establecerse entre ellos:
–Oye, tú, mejor será que desaparezcas inmediatamente de esta zona, porque si se arma un alboroto serás el primero a quien detenga, aunque no hayas hecho nada.
El muchacho también irritaba hondamente a los catedráticos más reaccionarios de la Facultad, quienes le profesaban una inquina contumaz y profunda. Uno de ellos, que le había suspendido reiteradamente por razones ideológicas en su asignatura del último curso, se vanaglorió ante sus compañeros de claustro:
–Yo, a ése, no le aprobaré en los próximos mil años.
–¡No fastidies! –le replicó un colega menos visceral o más inteligente que él –Si no le apruebas, vamos a tener a este tipo haciéndonos la vida imposible en la Facultad toda la vida. Así que tú mismo.
Convencido finalmente de su error el catedrático, me explicaron que así fue cómo consiguió acabar Joaquín Leguina la carrera de Económicas, antes de irse a estudiar demografía a París y a poner luego sus conocimientos en la materia al servicio del Chile revolucionario del difunto Salvador Allende.
De aquellas jornadas clandestinas, llenas de excitación y miedo, al menos por mi parte, recuerdo, entre otros, a Jose Axpe, luego en la órbita de Herri Batasuna, según creo; al ya citado Pedro Ruiz de Alegría, que estudiaba Peritaje Industrial y que acabaría como delegado en Navarra del gobierno socialista de Felipe González, tras haber sido consejero de Industria en el Gobierno de coalición en Euskadi de socialistas y nacionalistas; a Luis María Aguiriano, también del PSOE, y a Xabi Echevarrieta, que sería el primer miembro de ETA que asesinase a un ciudadano inocente, al miembro de la Guardia Civil José Pardines, y que acabaría él también abatido a tiros por las fuerzas de seguridad.
Todo eso que iba a suceder en un próximo futuro resultaba entonces imprevisible, claro está. Estaba diciendo párrafos más arriba que yo había llegado ya a Recajo, Logroño, a hacer la mili como soldado de segunda clase en el aeródromo de Agoncillo, que también era Escuela de Formación Profesional del Ejército del Aire. Se trataba de una auténtica ciudad, bastante extensa, en la que pernoctaban más de mil personas y que estaba dotada de todos los servicios necesarios, incluida para mi sorpresa una granja, con sus vacas y sus cerdos. Mi papel en aquella institución, durante diecinueve largos e interminables meses, fue trabajar de enfermero en el botiquín donde, sin preparación sanitaria alguna, llegué a poner más de mil inyecciones.
Una anécdota cogida casi al azar revela la sordidez y la falsedad de aquellos años aparentemente regidos por los principios de la ley y el orden. Entre los soldados de reemplazo más veteranos que yo encontré un chico al que, nunca supe por qué, le debí caer bien. Se llamaba Alfredo Soria y, junto a un grupito reducido de reclutas, recibía clases de alfabetización dada la deficiente educación que él, como tantos otros, había recibido antes de incorporarse a la mili. A ese mismo muchacho me lo topé en Barcelona meses después de haberme licenciado. Vestía buena ropa, aunque de aspecto informal, fumaba una pipa que le prestaba un equívoco aire intelectual y tenía carnés que acreditaban su matriculación en seis facultades distintas.
–¡En seis! –exclamé, asombrado, cuando me mostró la documentación que así lo acreditaba.
–Tú sabes que no puede ser, porque me conoces de la mili. Pero, oye, que los carnés son legítimos.
–¿Y cómo los consigues?
–De la misma manera que conozco tu ficha policial –me dijo –; porque pertenezco a la brigada político-social.
Antes de que pudiese reponerme, añadió:
–Pero esto es un secreto. Tú no digas nada de mí y yo tampoco contaré nada sobre ti donde tú ya sabes.
Aparecieron entonces en la Plaza de la Universidad los amigos a los que yo estaba esperando, algunos de los cuales conocían de vista a Alfredo, al que consideraban un condiscípulo más, ignorando su condición policial. Éste, sin inmutarse, hizo como si reemprendiese conmigo una conversación interrumpida por su llegada:
–Pues, como te iba diciendo, la teoría cosmogónica del Bing-bang…
Ése fue un hombre, digo, que había conocido en el ejército, en aquella institución que de todas las instituciones antidemocráticas del régimen franquista era la que lógicamente se llevaba la palma. En ella uno no podía andarse con chiquitas. He aquí un ejemplo mínimo: un día, en la pizarra de un aula de la base aérea aparecieron pintadas con tiza una hoz y un martillo, dibujadas probablemente con la misma inconsciencia que el autor habría puesto en trazar una svástica o poner eso tan manido de “tonto el que lo lea”. Pues bien, se montó una auténtica aunque infructuosa caza de brujas, en la que destacó el protagonismo de un comandante apellidado Martínez de Rituerto.
Pese a aquel ambiente opresivo, logré involucrar al capellán castrense en el proyecto de una revista para nuestra base militar que contribuyese a la superación intelectual de los jovencísimos alumnos de la escuela-taller, a su mejor preparación moral y demás bla-bla-bla con los que adorné la venta de la idea. En la revista acabaría colaborando también, cómo no, el inefable y receloso comandante Martínez de Rituerto.
Quienes carecían de cualquier tipo de formación en aquel centro eran precisamente los militares, con lo que resultó más fácil de lo esperado el colarles por la mismísima escuadra de su portería ideológica, uno tras otro, un montón de goles. En la susodicha revista había humor, en ella se practicaba una crítica amable hacia la vida cotidiana en la base militar, se hacían reflexiones de carácter cívico-democrático y hasta se publicaban artículos sobre el cantautor Raimon, considerado subversivo a la sazón, y sobre algunos otros temas situados en la frontera del riesgo personal.
Otro soldado con tan poco espíritu castrense como el mío, al que conocí por aquellas fechas, compartió conmigo el leve peso de la revista. Ésta se llamaba, ni más ni menos, El Papelín Recajense, con lo que queda absolutamente claro el tono en que estaba escrita. Mi compañero, en cambio, tenía un nombre normal: Pep Munné. Era un catalán de Piera, un tipo espléndido del que tuve la fortuna de hacerme amigo, con una amistad que ha perdurado más allá del tiempo y de unas ausencias infinitamente más largas, por desgracia, que las presencias.
Haciendo la revista, aprendí mucho de los jovencísimos estudiantes de oficialía industrial de la escuela. De su abnegación, de su esfuerzo y de su ilusión. Entre todos, recuerdo con particular cariño a Francisco Iruarrízaga y a Juan Lázaro. ¿Qué habrá sido de sus vidas?, me pregunto muchas veces, ya que los erráticos avatares del destino no me han permitido volverlos a ver; ni a ellos, ni a tantos otros.
Allí también aprendí, además, una serie de cuestiones técnicas de imprenta que desconocía absolutamente hasta ese momento y sobre las que nunca he acabado de estar muy ducho, debo reconocerlo con honestidad. Tirábamos la revista en el taller de la propia escuela y en él vi por primera vez una máquina plana de imprenta, fotograbados y correcciones de pruebas de los textos originales. Aun así, mi dedicación al periodismo no parecía que fuese a trascender más allá de esta mínima anécdota de mi época militar.
Sobre cómo era en aquella época mi futura profesión me he ido enterando a posteriori, obviamente. Mucha de la información se la debo a Josep Pernau, con quien pasé unos inolvidables años, primero en El Brusi, que era como se conocía a Diario de Barcelona y luego en El Periódico de Catalunya.
Pernau me explicaba sucedidos e historias de los años sesenta, anteriores a aquella Ley de Prensa de Manuel Fraga Iribarne de 1966 que suprimió la censura previa en los periódicos y los sometió a la más sutil autocensura y al “usted ya sabe a lo que se expone”, significando con esto que si uno se pasaba de la difusa raya establecida por la legislación del régimen tendría que apechugar con las penas arbitrarias con que podía ser sancionado.
Mi amigo Pernau, un periodista progresista y hombre de bien a quien debo mi primer puesto de trabajo en un periódico, había ejercido durante años la profesión en El Correo Catalán, donde proliferaban tipos singulares, como Josep Morera Falcó, a quien tuve ocasión de conocer, el cual durante un tiempo acudió a la redacción del periódico con casco militar, sin ningún motivo que lo justificase, y que, como responsable de la sección de deportes del rotativo, mostraba una celotipia irrefrenable ante la joven y emergente promesa del periodismo deportivo Quique Guasch.
En aquella redacción de gente mal pagada y abocada al pluriempleo, a falta de auténticas noticias que pasasen el fielato de la censura, se había entrevistado a insólitos personajes. Entre ellos, a uno de los muchos pretendientes carlistas al trono de España. Hay que recordar que Francisco Franco estuvo vacilando antes de promulgar la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de 1969 sobre cuál