
De Mis Inicios Period?sticos En Tiempos De Franco
Cuando yo estudiaba en el colegio, al periodismo no se le consideraba una profesión seria, en el sentido de actividad que tuviese algún prestigio social y una remuneración suficientemente digna.
No hacía falta cursar ninguna carrera universitaria para ejercerla; si acaso, pasar tres años en una Escuela Oficial que tutelaba en Madrid el Ministerio de Información y Turismo del franquismo, del que en mi época se ocupaba, con la obsesiva determinación que ha puesto siempre en todas sus cosas, Manuel Fraga Iribarne. Además, para entrar en ella no era preciso haber hecho el último curso del colegio, el preuniversitario, que se decía entonces.
Años después, coincidiendo con el pase del periodismo desde las viejas escuelas a las flamantes Facultades de Ciencias de la Información, el debate se centraría en que si para ejercer semejante actividad laboral hacía falta o no un carné que acreditase la profesionalidad de su poseedor así como su pertinente titulación académica.
Los defensores de esa tesis corporativa y reglamentista eran los menos y estaban encabezados por Luis María Anson desde su puesto de presidente de la Federación Nacional de Asociaciones de la Prensa. En el extremo opuesto se argumentaba que para ser periodista no hacía falta más que saber ejercer el oficio, de la misma manera que no se es poeta porque lo diga así una presunta Facultad de Poesía, ni para jugar al fútbol hace falta haber estudiado previamente en una Escuela Oficial que lo acredite. Los más beligerantes activistas de este grupo eran Juan Luis Cebrián, entonces director-fundador del diario El País y más tarde Consejero Delegado y Vicepresidente del Grupo Prisa, y Pedro J. Ramírez, quienes coincidieron así en algo quizás por única vez en su vida.
Por aquella condición casi infamante del periodismo de mi época colegial a la que aludía, a nadie del centenar largo de mis condiscípulos en Santiago Apóstol se le ocurrió semejante salida profesional. Ni a ellos ni, sobre todo, a sus padres, por supuesto. Hubo la solitaria excepción de Bernardo Arriandiaga, un chico alto y de expediente académico muy discreto quien, al parecer, se orientó luego hacia la información deportiva, si bien nunca llegué a tropezarme con él en mi posterior vida periodística.
En semejante ambiente, se entiende que yo estudiase entonces Económicas y Derecho con los jesuitas de la muy exclusiva Universidad Comercial de Deusto: aquélla sí que era considerada una opción universitaria presentable, acorde con mi expediente académico colegial y que gozó del beneplácito de mis padres. Para ser precisos, ellos habrían preferido que yo hubiese acabado siendo ingeniero industrial, ya que éstos eran los titulados que entonces estaban de moda, los que se rifaban las empresas aun antes de haber acabado la carrera y a quienes las madres de chicas casaderas querían como maridos para sus hijas.
A mí aquel plan me aterraba, por lo que sugerí que quería hacer Medicina en Valladolid.
–¿Valladolid, dices? Eso está lejísimos.
–Pues yo quiero estudiar Medicina y el sitio más cercano es Valladolid.
–Tú estudiarás ingeniero, ¡faltaría más!
Para mis padres, el que me marchase a estudiar fuera de casa sin haber cumplido ni siquiera los 17 años no era algo planteable, así que debimos llegar a una especie de transacción: ni ingeniero ni médico, sino con los curas de Deusto, haciendo una carrera doble que les habían dicho que también daba mucho dinero y que además tenía la ventaja de que se estudiaba en Bilbao.
–No se hable más –zanjó mi padre.
Y jamás volvimos a hablar del tema.
Vertebrada mi conducta por ese esquema de valores tradicionales, nunca se me ocurrió que el periodismo fuese una actividad a la que uno pudiera dedicarse profesionalmente y, menos aún, que requiriese ningún tipo de formación académica. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
El periodismo me había gustado siempre como una diversión adolescente, lo mismo que cuando era más pequeño me divertía hacer funciones teatrales en las fiestas y cumpleaños familiares, con una sábana deslizándose a modo de telón por una cuerda sujeta entre dos paredes, o, ya en la pubertad, formar efímera pareja de futbolín con Pedro Ruiz de Alegría, un vehemente y sanguíneo carlistón por herencia familiar, partidario acérrimo de Carlos Hugo de Borbón y Parma. Por cierto, este aristócrata venido a menos, cuando la transición democrática acabaría por cargarse él solo el carlismo cuya legitimidad histórica ostentaba, poniendo fin así ni más ni menos que a siglo y medio de disputas sucesorias y a tres guerras civiles por la llamada cuestión dinástica. Carlos Hugo, nacido en Bélgica y casado entonces con la princesa Irene de Holanda, llegó a autodenominarse “el príncipe obrero” y a preconizar un pastoso e indigerible socialismo autogestionario. Mi amigo Ruiz de Alegría, alineado hasta las cachas con las tesis progresistas del heredero de Carlos VII frente a la otra corriente más pastueña y conservadora que se mantenía en la línea reaccionaria del carlismo tradicional, en el momento en que Carlos Hugo les dejó a él y a sus compañeros políticamente huérfanos se pasó directamente al PSOE, como tantos otros de sus correligionarios, entre ellos el que luego sería ministro de Felipe González y condenado por el caso GAL, José Barrionuevo.
En el contexto cultural descrito hasta aquí, se entiende que yo nunca llegase a dar la menor importancia al primer periódico que hice como editor cuando sólo tenía 11 años. Para realizarlo, había buscado la complicidad, más bien pasiva, de dos compañeros ocasionales de juegos infantiles a los que apenas he vuelto a ver en mi edad adulta: el ya desaparecido Pepe de la Rosa y Javier Borbujo. Llegué a pergeñar, como si de un diario de verdad se tratara, creo que cuatro folios, con otras tantas copias mecanográficas hechas con papel carbón. La última es de suponer que resultaría completamente ilegible, pero daba igual: lo importante era vendérselas, al abusivo precio de un duro de 1955, a los padres de los tres involucrados en el asunto.
Recuerdo vagamente los contenidos de aquel periódico, no tan intrascendentes como en un principio pudiera creerse: había hasta sección de deportes y el tema editorial de fondo trataba ni más ni menos que sobre Charles De Gaulle, a quien atribuí equivocadamente la condición de mariscal del ejército francés, en vez de la de general. Ése sería el primer despiste de los muchos que supongo jalonarían después mi vida profesional aunque, afortunadamente, no haya sido consciente de la mayoría de ellos.
La realización del único número de ese primer periódico, del que no recuerdo si tenía o no nombre, me debió dejar tan agotado que no volví a intentar algo parecido hasta tres años más tarde, aquella vez en el colegio. Ese otro periódico sí que llevaba cabecera: se llamaba pretenciosamente El Heraldo y hasta tenía dibujado en la esquina superior izquierda el busto de un tipo soplando por una especie de embudo.
Lo hice con Jesús Juan Pérez, el rapsoda de clase, un chaval que mostraba una envidiable imperturbabilidad recitando versos en las fiestas escolares e interpretando los papeles infantiles del pomposo aunque entrañable Cuadro Escénico de Antiguos Alumnos, que dirigía abnegadamente José Abascal y que periódicamente representaba en el salón de actos de nuestro desaparecido colegio divertidos sainetes de Carlos Arniches y obras costumbristas de los hermanos Álvarez Quintero. A veces, en plan más enjundioso, nos ofrecía incluso La vida es sueño, de Calderón, o El divino impaciente, del poeta gaditano José María Pemán, autor, por cierto, de la letra oficial del himno nacional español durante la época de Franco.
La tecnología para confeccionar el segundo periódico de mi vida había avanzado desde mi intento anterior y esta vez lo realizamos a multicopista, que era aquella maquinita con manivela, luego llamada vietnamita por razones obvias, con la que años más tarde los grupos políticos clandestinos imprimirían los panfletos de oposición a la dictadura franquista. Claro que Jesús Juan Pérez y yo ignorábamos entonces todas estas cosas y muchísimas otras más que pudibundamente nos velaban para nuestro bien los Hermanos de La Salle con los que estudiábamos.
No recuerdo gran cosa de aquella intentona: ni siquiera cuántos números llegamos a hacer de El Heraldo ni cuáles eran sus contenidos. Supongo que diferirían muy mucho del proyecto inicial que le presenté al Hermano José, un fraile bajito y desconfiado, responsable de nuestro curso, y que tuteló el periódico o más bien ejerció sobre él la censura y el control que eran de rigor.
Aunque no lo sabía en aquel momento, ése iba a ser el sino de mi futuro profesional: la capacidad de los demás de tomar mis ideas, de desvirtuarlas y de quedarse al final con ellas.
No debió durar mucho aquel asunto. Mi tercer intento como editor aficionado no se produciría hasta la mili, después de haber acabado ya mi carrera de Económicas en Deusto. Era 1966 y yo ya había conseguido averiguar por experiencia propia lo que era el franquismo y hasta había luchado contra él en mi pequeño papel de primer representante de la Universidad de Deusto en el Comité Intercentros, que venía a ser en Vizcaya el modesto equivalente del mayoritario Sindicato Democrático de Estudiantes de Barcelona que tantos quebraderos de cabeza dio durante sus últimos años al régimen de Franco.
En aquella agitada y frenética época de oposición estudiantil a la dictadura, el número uno de los dirigentes universitarios en Bilbao era un tal Joaquín Leguina, alumno de la Facultad de Económicas estatal, quien con